Cristina: coraje en tiempos de proscripción

Por Lorena Pokoik

Diputada nacional

Se cumplen tres años del intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner. No fue un hecho aislado, sino parte de una operación más amplia. ¿Qué significa para una democracia que se intente asesinar a su principal dirigente y que, en paralelo, esa misma figura esté hoy presa con una condena ilegítima? ¿Qué nos dice de nuestras instituciones, del sistema judicial, de los medios y del poder real?

Atentar contra Cristina fue atentar contra la democracia y contra el pueblo. La condena que hoy la mantiene presa es la continuidad institucional de aquel intento frustrado de asesinato. No pudieron matarla y entonces buscan proscribirla: silenciar y excluir de la cancha a la principal líder del Movimiento Nacional. Es la expresión más descarnada de un lawfare que articula jueces, medios y sectores del poder real al servicio de los grupos económicos del poder concentrado.

El ensañamiento no es casual. Es proporcional a su coraje y a su decisión de enfrentar a los intereses concentrados de la economía para redistribuir la riqueza y, con ello, construir el camino de la recuperación de la dignidad del pueblo y la ampliación de derechos. Condujo un proceso histórico que, junto a Néstor Kirchner y a varios presidentes de América Latina, abrió una etapa de gobiernos populares y progresistas que reconstruyeron soberanía, integración y horizonte democrático.

La llamada década ganada fue mucho más que crecimiento. Fue el tiempo en que Néstor Kirchner saldó la deuda con el FMI, liberando al Estado de su tutela y recuperando capacidad de decisión. Gracias a esa opción estratégica se consolidó un modelo productivo con inclusión social y redistribución de la riqueza durante los dos gobiernos de Cristina. En paralelo, se fortaleció una integración regional renovada: una Unasur activa y un Mercosur con proyección política y social, orientados a reducir asimetrías y a dar voz propia al Sur en el escenario global. Ese tiempo no fue solo un conjunto de políticas eficaces, sino la afirmación de un paradigma distinto, donde la política recuperó centralidad como herramienta transformadora y el Estado se asumió garante de derechos y promotor del desarrollo.

Ese cambio no fue únicamente un ciclo de decisiones acertadas en favor del pueblo: significó abrir un nuevo paradigma. Con Cristina alcanzó su plenitud, al devolverle a la política su condición de instrumento de transformación social. Bajo su conducción, cientos de miles de argentinos —y muy especialmente la juventud— se sumaron a la militancia con la certeza de que el destino individual se juega en el destino colectivo, y de que los derechos no se heredan ni se esperan: se conquistan en la lucha organizada. Ese paradigma nacional, popular y democrático convirtió demandas y luchas en políticas de Estado y selló la dialéctica virtuosa entre comunidad organizada y conducción política. Allí se afirma la centralidad histórica de Cristina: la dirigente capaz de traducir la esperanza en proyecto y la militancia en poder transformador.

El mundo no se detiene: gira con velocidad inédita entre cambios geopolíticos, cambios en las modalidades del trabajo, desafíos ambientales y nuevas formas de organización y reivindicaciones emergentes. En ese contexto, el mayor mérito de Cristina es pensar el presente con mirada de futuro, sin perderse en la complejidad, pero sin dejar de lado que lo permanente es la disputa por cómo se reparte la torta. El planeta gira, la historia avanza, pero los dilemas también vuelven a plantearse: o unos pocos se perpetúan por generaciones a costa de la mayoría, o volvemos a equilibrar el tablero. Esa tensión, Cristina la entiende y la decodifica, mientras reformula el pensamiento sobre el Estado y la política, sosteniendo un realismo transformador que mantiene viva la brújula del Movimiento Nacional.

Cristina ya es historia, pero también es presente: su liderazgo permanece activo, a diferencia de quienes ya no están. ¿Qué significa que esté proscripta quien aún orienta y conduce al Movimiento Nacional? ¿Qué dice de nuestra institucionalidad que la figura política más lúcida de este tiempo sea apartada por decisión de un entramado judicial y mediático que opera como brazo de élites económicas y del poder real?

El contraste con el presente es elocuente. Javier Milei se inscribe en la secuencia de pasajes neoliberales que la historia registra como retrocesos: reformas estructurales del Estado, endeudamiento externo desmesurado y ajustes que nunca cierran sin represión, siempre subordinados a poderes que no habitan en la Argentina. A ello se suman los efectos sociales: desempleo creciente, más pobreza e indigencia, y un achicamiento brutal del poder adquisitivo de trabajadores y jubilados. Y los efectos económicos: apertura indiscriminada de importaciones y exportaciones desreguladas, que en lugar de fortalecer la balanza comercial terminan por destruir sectores enteros del aparato productivo nacional. Así se cumple la dialéctica cruel de nuestra historia: mientras al pueblo le lleva décadas construir, los neoliberales destruyen en muy poco tiempo. No gobiernan para los argentinos: actúan como empleados de minorías privilegiadas y de intereses externos que condenan a la Nación a ser patio trasero o variable de ajuste en disputas ajenas. Por eso no se trata de volver a 2015: en el medio hubo deterioro productivo, endeudamiento y regresión social que es preciso nombrar y reparar.

Los gobiernos neoliberales —de Menem a Macri, y hoy con Milei—, más allá de sus diferencias de estilo o coyuntura, comparten un patrón persistente: privatizaciones, desindustrialización, endeudamiento externo, liberalización financiera, concentración de la riqueza, desregulación del comercio, pérdida de derechos laborales y represión de la protesta social. A esa lógica material le agregan un componente cultural y político: la despolitización de la sociedad. Buscan instalar la idea de que “la política no sirve”, que la militancia es inútil, y que los problemas de las mayorías son consecuencia de “la política” en abstracto.

Con ese relato desvían el enojo social de las políticas concretas hacia la política en general, erosionando su condición de herramienta de transformación. La operación se apoya en la degradación educativa, en paradigmas culturales colonizados y en un mensaje dirigido especialmente a la juventud, para apartarla de la organización colectiva. Cuando una sociedad deja de creer que la política puede mejorar la vida, cae la participación, se debilita la comunidad organizada y las resistencias se fragmentan en reclamos sectoriales, sin cuestionar el modelo estructural. Ese es el gran negocio de estos gobiernos: no solo dañan la vida de las mayorías; además instalan un sentido común que culpa a la política de los perjuicios que ellos mismos provocan. De un lado, el paradigma neoliberal del mercado absoluto; del otro, el paradigma nacional, popular y democrático, que concibe al Estado como instrumento de justicia social y a la comunidad organizada como sujeto de la historia.

Nuestra historia confirma una verdad doctrinaria: no hay justicia social sin soberanía política, y no hay soberanía política sin independencia económica. Independencia económica, soberanía política y justicia social no son eslóganes: son un sistema. La primera habilita la autodeterminación del Estado; la segunda, su ejercicio efectivo; la tercera, su traducción concreta en la vida de las mayorías. Cuando estos pilares se quiebran por endeudamiento y dependencia, lo que se pierde no es solo la economía: se pierde la libertad del pueblo para decidir su destino.

América Latina vive una tensión persistente entre proyectos populares, democráticos y progresistas que amplían derechos, y gobiernos de ultraderecha que administran intereses ajenos a sus pueblos. En esa disputa, Cristina representa la alternativa: la política como herramienta de transformación, la democracia como participación sustantiva y el peronismo como movimiento que se pone de pie con el pueblo para defender su dignidad. La disputa actual es también una disputa de paradigmas: el neoliberalismo intenta imponer la resignación como destino; el peronismo afirma que no hay destino sin proyecto colectivo.

Reivindicar su figura es reconocer tres tiempos. Pasado: la década ganada que transformó la vida de la Argentina y de la Patria Grande, con integración regional y voz propia en el mundo. Presente: una dirigente de talla incomparable que traza rumbo y sostiene la esperanza colectiva mientras un mecanismo de proscripción intenta acallarla. Futuro: ideas, comprensión histórica, sensatez y coraje que no pueden encarcelarse, con la potencia de imaginar y conducir hacia un modelo de país con un Estado que abrace al conjunto.

A toda la dirigencia y militancia del conjunto de las organizaciones del campo nacional y popular, este tiempo nos exige grandeza, unidad y humildad; formación para leer el mundo y, desde allí, comprender la Argentina; y la capacidad de asumir la incertidumbre como parte del tiempo histórico, no como resignación, sino como desafío a transformar en certezas colectivas mediante organización. Nadie está obligado a militar: por eso la militancia es una decisión ética que asume responsabilidades mayores —escuchar al pueblo, representar sus intereses y convertir la unidad de concepción en unidad de acción.

La incertidumbre no es ausencia de camino, sino el escenario contradictorio donde conviven la amenaza de la regresión y la posibilidad de una nueva síntesis de época. Asumirla de ese modo es entender que cada crisis encierra la semilla de su superación, y vaya si el peronismo lo sabe: una y otra vez, a lo largo de la historia, supo levantar sobre tierra arrasada un proyecto nacional, popular y democrático, demostrando que las derrotas nunca son definitivas cuando el pueblo conserva su voluntad de luchar.

Por eso, en estos días de memoria y de denuncia, reafirmamos algo más que un balance: reafirmamos lealtad. Cristina sigue de pie, iluminándonos el camino. Y merece nuestra lealtad íntegra y sincera como Conductora del Movimiento Nacional.